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domingo, noviembre 09, 2008

:: "Filosofía de comadres" ::


Lacho, en su juventud, teniendo unos 18 años de edad, aunque era soltero y además huérfano de padre, ya era jefe de familia; estaban bajo su responsabilidad: Su madre, una hermana soltera, un hermano menor muy joven y tres sobrinos. Lacho tenía que velar por el vestido, medicinas y alimentación de aquellos miembros de su bonita familia.

Sucedió que en una de las fiestas que se efectuaban cada año, en el mes de Noviembre, en SANTA CATARINA, su mamá llevó a que recibiera las aguas bautismales un niño de unos tres años. La mamá del niño le guardaba profundo respeto, gran estimación y cariño a la mamá de Lacho, desde antes de que se acompadraran (que unieran su amistad con el compadrazgo). Esa noche, después del bautizo salieron las dos familias, de SANTA CATARINA, rumbo a los hogares, iban en sendas carretas. Lacho conducía la suya, salieron como a las diez de la noche, llegaron a la casa de la comadre como a las cinco de la mañana.

—Quédese a descansar un rato —dijo la comadre—.
—No podemos comadrita porque tenemos que llegar al rancho para ver como están los animales.
—Quédese hoy en el día porque vamos a organizar una fiesta en su honor, comadrita. Porque hoy hemos sellado nuestra amistad con el bautizo de “Pepe”.
—¡Ay! comadrita, yo la aprecio mucho; y hoy más porque ya somos comadres espiritualmente.
—Bueno, váyanse, pero los esperamos hoy a medio día para que comamos y brindemos por nuestra amistad.
—Muy bien comadrita, déjenos ir y a medio día regresamos.
—Bueno, mientras aliñaremos los animales que se han dispuesto para la comida; prepararemos el mole y la sopa de arroz que a usted mucho le gusta. Es más, a las doce mandaré por ustedes para que nos acompañen a comer.
—No hay necesidad comadrita, nosotros la apreciamos mucho y vendremos a comer, a las dos de la tarde estaremos aquí.
—No comadrita, yo mandaré por usted y toda su familia.
—Está bien, allá esperaremos a quien vaya por nosotros. Hasta más tarde comadrita.
—Hasta pronto mi comadrita chula.

Lacho siguió conduciendo sus bueyes que tiraban de la carreta donde iba su familia, sobre todo su mamá a quien tanto quería. Los gallos cantaban tan seguido que ya anunciaban el alba; en el oriente ya se miraban los primeros fulgores del nuevo día; por el punto donde se asoma el sol se estaba tornando rojo; poco a poco fue amaneciendo, era un amanecer color de rosa, un amanecer perfumado con la flor del guayacán y el aroma del alcanforero. El camino estaba vistoso con el marco que le daba el cañaveral en flor. Más cerca del rancho en donde abundaba el robledal, al lado izquierdo del camino un arroyo cantaba su canción interminable e inconfundible como respuesta a las piedras donde chocaba.

Poco a poco Lacho y su familia se fueron alejando de un pueblito, cuyas casas ya dejaban ver el hilo del humo que se escapaba a través de las tejas de barro. Se oía el chasquido de las manos femeninas que ya daban forma a las ricas tortillas de maíz que anunciaban el desayuno de ese día…

Llegaron al ranchito, los perros anunciaron aquella feliz llegada con el ladrido característico de aviso, de alarma y después de saludo de perro a hombre, de perro a amo. Acto seguido los perros emitieron silbido en sus narices y movían el rabo en señal de bienvenida cariñosa.

Lacho despegó la carreta, desunció los bueyes, recomendó a su mamá que durmiera mientras las muchachas —hermana y sobrinas— preparaban un buen caldo de gallina gorda, con una gran cazuela de arroz aderezado con su buen achiote (bija).

—Duérmase mamacita, y tú, mata una de las gallinas más gordas para que almorcemos, mientras tanto iré a ver el ganado.
—¿Vas a soltar los bueyes?
—No mamacita, les daré de comer, porque a las doce del día volveré a uncirlos para ir a ver a su comadre.
—¿Qué? ¿No van a venir por nosotros?
—Tal vez, pero no voy a confiarme, llevaremos nuestra propia carreta.

A las trece horas ya estaba lista la comida, la sopa olía sabroso y el caldo despedía también un olor rico, olía a hierbabuena…

La familia se disponía a dar cuenta de aquella rica comida cuando llegó un joven, a caballo y sin apearse les dijo que ya los estaban esperando. Lacho se aprestó a decir:

—Sí, ya nos vamos, los bueyes ya están uncidos; pero antes vamos a comer, es más, bájate y te echas un taco, pues todos vamos a comer un poco a la carrerita porque de aquí a allá nos llevaremos unas tres o cuatro horas.
—No, —dijo el muchacho— yo vine a llevarlos, la comida ya está lista y fue hecho especialmente para ustedes, en honor a la madrina, es más, creo que ya está servida.
—Bueno, si no quieren comer, allá ustedes —dijo Lacho—, yo sí comeré; tengo mucha hambre. Súbanse pues ya, la carreta ya está lista.
—Vámonos ya hijito, no quiero que se enoje mi comadrita.
—Coma usted, mamacita, allá llegaremos tarde.
—No hijo, ¡Vámonos ya!—Está bien, vámonos. Guarden bien esa comida, es más, llévense un poco de comida para que vayan comiendo en el camino. La que quede, cuando regresemos la cenaremos…

Se fueron sin probar bocado, emprendieron el camino hacia la fiesta y llegaron como a las seis de la tarde. La fiesta estaba en su punto. Algunas señoritas y jóvenes bailaban al compás de los acordes de una guitarra. La mamá de Lacho fue recibida con cierto reproche acompañado de un gran vaso de aguardiente blanco de caña. La comadre tomó aquel vaso de veladora, grande, lo llenó completamente, lo levantó como si fuera un cetro de una soberana que se disponía a dar una arenga a su pueblo. Todos los presentes guardaron silencio; la guitarra fue rasgada en sus cuerdas más graves y la comadrita dijo:

—Comadrita, la voy a castigar, como usted no llegó a tiempo la voy a castigar con este vaso grande de aguardiente. El vaso es grande porque es grande el cariño que le tengo, es grande porque en él encierra todo mi cariño, todo mi amor.
—Sí comadrita; pero como usted sabe, está lejos el rancho y nos tardamos en llegar; pero ya estoy aquí comadrita, ya estoy con usted.
—Sí, ya sé que vino con gusto, porque la aprecio mucho y le he entregado todo mi cariño; pero como castigo se va a tomar este vaso de aguardiente y de un jalón, porque ese aguardiente significa todo mi cariño.
—Por favor comadrita, no me castigue o deje que yo me lo beba poco a poco, si ya le dije que yo la quiero mucho, comadrita.
—También yo la quiero mucho, y por usted y en honor a usted hicimos la comida y ese vaso llenecito de aguardiente contiene todo mi cariño, ahí va toda mi alma.
—Está bien comadrita, si así lo desea usted, me lo voy a beber.
—Sí comadrita, y de un jalón, porque mi amor así es para usted, es uno solo.
—Salud pues, comadrita chula.
—Salud, mi apreciada comadrita. De un jalón —repitió—.

La madre de Lacho tomó aquel enorme vaso y, echando la cabeza un poco hacia atrás sorbió su contenido en un solo tiempo sin respirar. Todos los presentes estaban felices de castigar a la madrina, hubo aplausos y vivas a la madrina. Acto seguido la mamá de Lacho entregó el vaso sin darse cuenta, el vaso completamente vacío, quiso sentarse en una banca y echando su cuerpo hacia atrás cayó con todo y banca, con las piernas muy en alto, mostró su anatomía a los presentes y golpeándose la cabeza, en su cerebelo, quedó completamente tendida, privada de sus facultades físicas y mentales, sin conocimiento…

Lacho levantó a su madre, la llevó en sus brazos hacia una cama y allí permaneció contemplándola, pensativamente; la cuidó durante toda la noche, le puso compresas de agua fresca, le frotó su cabeza con alcohol, le dio a oler y respirar cebolla, le daba masaje en sus brazos, le estiraba sus dedos, le hacía cosquillas en los pies, le hacía todo lo que se le ocurría a ver si de esa manera reaccionaba la santa señora, pero no; seguía inconsciente, el aguardiente había hecho su inevitable efecto…

La fiesta seguía su curso, Lacho y su familia no probaron alimento alguno esa noche. Algunos permanecieron junto a la cama donde yacía la mamá de Lacho, que obligadamente estaba descansando…

A eso de las seis de la mañana cuando ya todos dormían menos Lacho, la santa señora recobró el conocimiento y pidió que la subieran a la carreta, carreta que estuvo pegada y uncida durante toda la noche.

Lacho cumplió aquel deseo inmediatamente y ya estando arriba de la carreta, recostó a su madre, le puso algunas hojas a manera de colchón amortiguador, fustigó sus bueyes rumbo al racho, no sin antes despedirse y dar la gracias a tan amables anfitriones por tan cumplido recibimiento y por tan ameno festejo.

A las diez de la mañana llegaron al rancho, Lacho con mucha alegría dijo:

—Ahora sí coman, tomen sus alimentos y luego, duérmanse.

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