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domingo, octubre 12, 2008

:: "El Carretero" ::


Lacho tendría unos doce años de edad y allá por los meses de Diciembre, Enero y Febrero se dedicaba, con su hermano, a vender panela. La compraban en el municipio de JIQUIPILAS y la vendían en LA FRAILESCA, municipio de VILLAFLORES y VILLACORZO.

Salían del ejido MICHOACÁN en JIQUIPILAS, Chiapas; rumbo a LA FRAILESCA. Su primera jornada era parar y descansar en la colonia LUIS ESPINOSA; la segunda por CANCUC, cerca del pueblo CRISTÓBAL OBREGÓN; la tercera y la última en el rancho EL RECUERDO DE MARÍA, propiedad del señor FRANCISCO CABRERA, cerca del ejido TENOCHTITLÁN.

De ese rancho Lacho y su hermano salían a lugares cercanos a vender panela o a cambiarla por maíz o frijol.

Cuando habían vendido la panela, se dedicaban a comprar maíz y revenderlo en las fincas de BARRANCA HONDA o SAN JOAQUÍN.

Del rancho EL RECUERDO DE MARÍA a SAN JOAQUÍN o BARRANCA HONDA, se hacían dos jornadas de camino. Se partía a las diez de la mañana del rancho y se sesteaba (descansaba) en SAN LORENZO como a eso de las nueve de la noche. Se continuaba la marcha en la madrugada, como a las dos de la mañana y se vendía el maíz en BARRANCA HONDA o en SAN JOAQUÍN y se regresaba a SAN LORENZO cuando ya había amanecido. Ahí se sesteaba nuevamente y ya a mediodía se reiniciaba la marcha hasta llegar al rancho EL RECUERDO DE MARÍA a eso de las ocho de la noche.

Todo esto se hacía en Diciembre, Enero y Febrero; temporadas de cosecha de panela, maíz, frijol y calabaza.

Durante esos viajes de llevar maíz a vender y a veces tan sólo para ganar el flete de la carreta y yunta, Lacho observó que cerca de la finca SANTA MARÍA, VILLAFLORES, Chiapas; a eso de las dos de la tarde, a unos treinta metros de distancia, solía cruzar en el camino una culebrita, una sierpe de unos noventa centímetros de longitud. Y, casi todas las veces que Lacho pasaba por allí, arreando sus bueyes, la culebrita se atravesaba y cada vez que esto acontecía, a Lacho le iba bien, pues vendía a buen precio el maíz y no sufrían ningún mal accidente; pero cuando aquel animalito no se atravesaba en el camino de Lacho, no le iba muy bien. A veces le iba mal, por lo que para Lacho y su hermano era de mucha importancia que aquel reptil se atravesara en sus caminos.

En cierta ocasión, cuando Lacho iba con su mercancía, llevaba los ojos bien atentos para ver si se aparecía la culebrita. Del reptil esperado no se veía ni los polvos, el ansia invadió a Lacho, el trayecto donde el reptil cruzaba, ya lo estaban dejando atrás. Lacho pensó que en ese viaje no habría culebrita y el viaje sería malo o cuando menos no le iría bien…

Repentinamente, con gran asombro y júbilo vió que de entre el gramal, a la orilla del camino, zigzagueando con mucha prisa, abriéndose paso entre el llanito, iba la culebrita, aquella bien esperada culebrita. Heraldo de la fortuna y esperanza; señal del buen agüero.

¡Ahí va! —dijo Lacho— ¡Ahí va atravesando el camino! —gritó su hermano—. Pues mucha necesidad había para que les fuera bien, porque Lacho y su hermano andaban en pos del sustento de una familia numerosa. —¡Ahí va nuestra culebrita! — gritaron al unísono…

—Pero, ¿Qué está haciendo la culebrita?
—¡Mira! La culebrita se arrepiente en darnos buena suerte.
—¡La culebra se regresa!— Apenas llegó a la mitad, entre las dos rodadas.
—Sí, ya nos fué mal.
—¡Qué malo estuvo eso! ¿Por qué se regresaría?
—¿Qué nos irá a suceder en el camino?

Aquella culebrita formaba parte de la vida de Lacho, como carretero. Siempre que emprendía un viaje en su carreta, Lacho iba listo para ver alguna culebra que se atravesara en su camino.

En esa ocasión la culebra se había regresado, quizás no había querido que a Lacho y a su hermano les fuera bien.

Lacho quedó triste, pensativo, era muy supersticioso. Guardó silencio y pensó en sus hermanos, en sus padres, en aquella familia tan numerosa que con mucha resignación esperaba que Lacho y su hermano regresaran al mes o a los quince días, llevando al hogar un poco de dinero para las necesidades más urgentes...

—Iremos con mucha precaución —dijo Lacho a su hermano—.
—Tendremos buen cuidado de la yunta.
—Ojalá que no se quiebre el eje.
—Dios quiera que no se desbarranquen los bueyes.
—Sí, aunque no ganemos en la venta del maíz.
—Sí, me conformo con perder únicamente el flete.
—Volveremos a comprar más maíz.
—¡Qué duro es ser pobre y no tener de dónde sacar para vivir!
—Que Dios cuide nuestro camino.

Lacho siguió su camino, picando a los bueyes con la puya, dándoles de vez en cuando de chicotazos, para avanzar más, para ganarle más terreno al camino durante el día...

Serían las dos de la tarde, los bueyes seguían el paso lento, paso de buey viejo. En el camino iban dejando la bosta fresca, decorada con granos de maíz y trizas de totomoztle (doblador, chala) producto del molcate (mazorca pequeña que no alcanzó su pleno desarrollo) que había sido la cena de la noche anterior.

El camino estaba perfumado por la flor de espino (espino cerval), aquellos árboles ramnáceos, que en esos días estaban en su plena floración, se adornaban de esferitas diminutas y amarillas, cuyo aroma trascendía por todo el camino y como fondo musical tenían el zumbido de las abejas que ocupadas en recolectar el polen y néctar de las flores, fabricarían la miel del tiempo.

A los lados del camino, quizás a unos seis metros de distancia, a cada lado, los campesinos y el dueño de la finca SANTA MARÍA habían cerrado con alambres de púas, con tres hilos que sostenidos por postes protegían las tierras de cultivo; en donde se había sembrado: maíz, frijol y calabaza. En ese tiempo la parcela sólo mostraba el rastrojo, pedazos de caña de maíz que denotaban las bondades del año con una abundante cosecha. Una que otra calabaza que había sido olvidada o se había escapado al efecto de la recolección y que se mostraba dentro del rastrojo.

Las palomas “alablanca” y las palomas llaneras ó rastrojeras buscaban de entre la gavilla trillada los maíces que aún quedaban después de la pizca. Las “cuichis” (codornices) caían en parvadas al rastrojo en busca también de tan apreciado grano, o se atravesaban en el camino en veloz carrera bajo el alambrado. Muchas veces las “cuichis” formaban parvadas hasta de veinte aves que espantaban al transeúnte cuando ellas levantaban el vuelo al ser sorprendidas en el zacatal.

Sobre el alambrado, en el tercer hilo, el de arriba, las tórtolas mostraban el abanico de sus alas y emitían sus voces como si un toro bramara en el mes de Mayo en busca de su hembra, su vaca que ya en temporada de celos admitía la compañía y cortejo de un toro bramador. El sonido de las tórtolas parecía el bramido de un toro allá a lo lejos...

A los lados del camino abundaban los arbustos de anona, que en esa época mostraban sus frutos de la temporada. Frutos de un aroma agradable y color rosado, de pulpa arenosa y azucarada. Fruto que ostentaba en sus mejillas el calor del sol y el color que le había robado a nuestro astro rey o que simplemente nos revelaba la presencia de la carotina, en su pulpa y en su cáscara o epicarpio.

Lacho siguió su camino, su hermano no quiso desatar el almuerzo hecho con tortillas gruesas y pequeñas, pero muy redonditas. El almuerzo estaba compuesto de frijoles refritos con manteca de cerdo, una torta de huevos fritos con rajas de chiles verdes y rodajas de cebolla.

Lacho siguió pensativo, pensando en su destino, pensando en su familia, como “El jibarito”.

Como a eso de las cinco de la tarde llegaron al poblado de CRISTÓBAL OBREGÓN; saludaron a un reconocido comerciante que en ese momento estaba cargando de maíz su camión de redilas, un “Fargo”, quien necesitaba llevar la carga a la ciudad de ARRIAGA, él les preguntó:

—¿A dónde llevan ese maíz?
—A BARRANCA HONDA o SAN JOAQUÍN —respondió Lacho—.
—¿A cómo se lo pagan allá?
—A 35 centavos.
—Yo se los pago a 33.
—No señor, ya tenemos compromiso de vender allá nuestra carga.
—¿Cuánto llevan?
—Más de cuatro fanegas, como media tonelada.
—¿Tanto?
—Sí señor.
—Bueno, se los pago al precio de allá.
—No podemos vendérselo a usted, es compromiso que tenemos.
—¿Ni a 36 centavos?
—Sí, pero con la condición de que antes de que yo pese mi maíz, deje pesarme en su báscula.
—¿Para qué?
—Para saber por cuánto vendo mi palabra.
—Está bien chamaco, ven, pésate.

Lacho se pesó en aquella báscula y comprobó que no pesaba ni 43 kilogramos, revisó la báscula, se bajó y le preguntó al comerciante:

—¿Cómo debemos proceder para que en su báscula yo pese 46 kilogramos más 220 gramos?
—Eres listo chamaco, vamos a liberarla de todo ese maíz que está regado, además creo que ese pedazo de cartón le estorba.

El comerciante sacudió un poco aquella báscula, la libró del maíz y cartón, además corrió unas pesitas de contrapeso y le dijo a Lacho que ya podía pesarse. Lacho pesó 46.225 kilogramos y acto seguido, se pesó el maíz y se multiplicó la suma de las pesadas por $0.36, precio en que vendería un kilogramo.

Después Lacho y su hermano llegaron a la conclusión de que habían ganado 20 kilogramos más. Lacho recibió su paga, compró una sardina “Jarochita”, una lata de chiles “Serranitos” y medio kilogramo de galletas de animalitos, regresaron al rancho EL RECUERDO DE MARÍA, con gran contento de los bueyes, que para el regreso no se necesitaba de puya o chicote.

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