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domingo, junio 28, 2009

:: El viejo árbol ::


Hay un árbol muy especial que me ha perseguido la curiosidad durante más de 20 años; se trata de ese enorme ser que se mantiene erguido en medio de la calle en frente de la escuela en donde cursé mis primeros 4 años de primaria.

Hablaré poco de la primaria y sólo diré que fueron los 4 años escolares más desgraciados de mi existencia, aún recuerdo el odio que inspiraba mi presencia y el asco que cultivaban las retinas de los maestros que trataban de controlar mi carácter insubordinado, pedante, egocéntrico y burlón (por sólo mencionar las más leves); pues era una pesadilla indeseable para todos, incluso para ese niño que solía quitarme el gasto y golpearme cuando me manejaba a su antojo, haciéndome quedar —claro— como un bufón y como un esclavo de sus indicaciones más humillantes para un niño con pocas habilidades para defenderse.

Como sea, el árbol nunca se inmutó por más que me le quedara viendo durante esos 4 años en casi todos los recreos, nunca le importó que le gritara en silencio que me dijera si era cierto lo que contaban los niños más grandes de la escuela, esa leyenda que sólo los niños de sexto grado sabían, y uno que otro de quinto.

Cada recreo, aquellos compañeros de desgracia (los golpeados y los acusados por inocentes) nos poníamos pegados a la malla verde metálica y todos, uno al lado de otro, y con las manos bien agarradas de los espacios cuadrangulares de la malla, y con la boca sintiendo el frío sabor a hierro (los labios pegados al metal y apenas movibles para hablar); comentábamos en murmuraciones sin siquiera atrevernos a repetir:

— Dicen que ese árbol es para hacer maldad…
— No menso. Ahí escondían a los niños que se portaban mal para que el “chipe” los castigara y ya no se portaran mal…
— Yo sé de uno de sexto que ya no salió de ahí cuando jugaba a las escondidas, fue cuando encontraron la zapatilla roja en el baño de las niñas…
— Antes la escuela era un panteón y el árbol creció en medio, dicen que entre más entierros habían, más grande se ponía el árbol, y las personas le traían abono para que protegiera a los difuntitos…
— Sí es cierto, ahí se esconde la mujer de blanco, que era novia del jinete sin cabeza y que cuida a los muertos a cambio de que le den sus cabezas a su marido…

Como yo no sabía nada de nada, siempre me dedicaba a abrir los ojos mientras escuchaba atento lo que decían; nunca dije opinión alguna, pues siempre creía que mis opiniones eran las más absurdas de las que uno podría escuchar. Era verdad, nunca fui muy brillante en mis opiniones, por eso siempre se burlaban.

Recuerdo muy difusamente que una vez platiqué con un joven (creo que era ayudante del maestro de música —marimba—) que me sobrepasaba como en 10 años, 20 kilos y 40 centímetros. Algo me dijo sobre que ese árbol sí tenía algo de especial, que se hacía muy raro para todos que hubiera crecido en medio de la calle y nadie se atreviera (o pudiera) tirarlo, o que nadie recordaba que se le cayeran las hojas durante esa época del año en que se supone que deben caer las hojas; vaya, es más, que según esto, ni siquiera se atrevían a anidar ahí las aves.

Pasaron los años, cambié de escuela; volví a cambiar y así sucesivamente hasta que muchos años después, me encuentro trabajando en la ciudad y justamente a la mitad de la distancia entre mi trabajo y mi casa se encuentra ese árbol, como siempre, cubriendo una parte de la escuela, esa escuela que ahora veo con tanta lejanía en el tiempo, en donde disfruté de mis primeras trepadas a los árboles de perón para cortarlos, en donde varias veces me caían pelotazos en la cabeza, en donde viví el cambio de monedas de mil pesos a un nuevo peso; en donde una época me convertí el centro de atención por haberte abierto la frente y asistir varias semanas vendado de la mitad del rostro…

En una mañana, pasando cerca de las orillas de la escuela, vi a un grupo de niños platicando de las mismas interrogantes que el árbol provocaba, y me vi casi 20 años atrás ahí mismo, dentro de ese grupo, identificándome como el niño desnutrido, de cabello rebelde y de ojos rasgados en medio de los no tan menos agraciados compañeros de salón. Curioseé la actitud del grupo que discernía algunos aspectos de las tan ya recicladas leyendas de la escuela, y me reí; me burlé de la más clara muestra de ingenuidad de los “mocosos” porque les faltaba mucho por vivir y entender de la vida…

Pero, un destello mental (como los que proyectan en las películas) me hizo sentir que me burlaba de mi mismo, y recapacité un poco, marchándome a mi ahora vida laboral, lejos de cualquier momento de imaginación y superstición.

Mentiría si dijera que abandoné la idea del árbol de inmediato, me quedé pensando en la razón de mi desidia al no tratar de satisfacer mis dudas sobre ese erguido ejemplar de algo que parece ser como una Ceiba. El caso es que salí temprano y me dirigí al árbol, así, sin razón aparente y con una prisa como aquella que tienes cuando deseas llegar a tu casa porque estabas jugando en la calle y tienes mucha sed, o ganas de ir al baño.

Sentía revolotear el estómago, pero no eran por ganas de ir al baño, al menos eso creo. Y llegué, todavía el día nos regalaba los últimos minutos de su iluminación y por allá en el oeste la noche empujaba a las nubes poco a poco como para que le susurraran al sol que ya se le estaba haciendo tarde para irse al otro lado del mundo a regalar nuevamente un día.

Me detuve al pie, y sin pensarlo rápidamente cambié mi vista y la dirigí hacia arriba: cientos y miles de hojas y ramas se agitaban con fuerza como diciendo “No… que no… Que nooooooo…” en ese vaivén que es el producto de la intrusión del viento entre los sobacos de las ramas y que hace que cuando veas hacia arriba, tus reflejos hagan que cierres los ojos y te lleves al izquierdo la mano de ese mismo lado para que el huesito que está exactamente en medio de tu dedo índice remuele los pedazos de hoja e insectos diminutos que acaban de meterse en tu ojo.

Y me senté bajo el árbol, y le murmuré estando conciente de mi locura:

Después de 20 años, he vuelto. Tú no te has ido, no puedes; Y yo, que puedo, no lo he hecho. Nuestras ramas han crecido —las tuyas un poco más— y hemos cambiado de hojas y hemos dado frutos, algo deformes e insípidos pero los hemos dado, algún paladar sediento de dichos néctares les encontrarán dulzura y abonarán nuestro suelo. Hay algo que necesito saber de ti, el por qué de tu misterio, el por qué de tu silencio, algo escondes, no sé qué. No existes nada más porque sí o porque ‘seas una planta’. Las plantas también tienen un YO interior, he ahí el que sean seres; pero hablas en un lenguaje que no entiendo, y no hay libros ni maestros que me enseñen a comunicarme contigo… Me pregunto cuál será tu historia…

El árbol calló, sí, las hojas no se movieron y sólo el viento a mis pies rodeaban mis tobillos y describían perfectamente un ocho; interpreté eso como un gesto de incomodidad del árbol tratando e hacer que me retirara, como si no estuviera dispuesto a tolerarme ahí, en donde nadie se ha tomado la voluntad de estar ni siquiera para protegerse del sol o descansar entre una larga caminata.

Observé las cicatrices en su corteza y perdí la cuenta de las cortadas que están en él, hay muchas, de varios tamaños, formas y hasta estilos (desde cuchillos, clavos, machetes, a sierras, piedras y rayos). Sabía entonces que nada me diría, que la sabiduría que ha encerrado a lo largo de los años probablemente se vaya cuando él muera y así pasará con muchos árboles más, he visto uno a uno caer después de haberlos regado con mis propias manos, y siempre la historia que encierran se ve olvidada… No quisiera que fuese así esta vez. Tengo curiosidad, es mi maldición.

Me puse de pié y el viento empezó a reaparecer con fuerza, silbando de entre las hojas secas y botellas de plástico que una y otra vez enjuagaba en el pavimento, a lo largo de la calle. Volví a ver hacia arriba para despedirme, ya estaba anocheciendo; no dije nada, tan sólo volteé y sentí como si alguien me mirara desde algún lado, no era agradable, cierto, pero tampoco era despreciable; era como si hubieras escuchado un choque tremendo en la esquina y te auto impusieras a no dirigir hacia allá la mirada porque sabes que nada agradable te puedes encontrar, y prefieres quedarte con la incertidumbre, y con la maldita curiosidad…

Caminé deletreando los pasos uno a uno, como si estuviera ebrio y no quisiera darlo a demostrar, sí tenía algo de escalofrío, y sí podría afirmar que alguien caminaba detrás de mí —escuché los pasos y percibí ese aroma a monte y a hierba de la carretera—, lento, a mi paso, como una sombra pero no acostada en la calle, si no de pie e incluso sobrepasando mis apenas 1.70 metros de altura (y por mucho). No volteé, no podía; tampoco corrí, menos podía; solo seguí mi camino hasta encontrarme con la calle más cercana y esperé ver gente. Al llegar a la esquina, los perros me empezaron a ladrar, y luego, al verlos a los ojos, ninguno me devolvía la mirada; apresuré el paso y al pasar por una casa un tanto descuidada escuché:

—“Ora sí la viste cerca verdá muchacho, de nos ser por los perros, te habría alcanzado mucho antes de que doblaras a esta calle… A ver si con eso le bajas de huevos cabrón….

Volteé a ver al señor, y era un viejo sin la pierna derecha; es de los pocos que aún veo que fuman con pipa, le hice un gesto de aquiescencia por su comentario y regresé a mi paso, ahora un poco más tranquilo, ya podía respirar y no me temblaban los hombros. Me dio curiosidad el viejo, jamás lo había visto por ahí, y eso que seis de siete días paso a diario caminando en el sitio…

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