Al son de la melodía de la tarde, y con esa inercia propia de su acto, el cartero permanecía en la acera inmóvil cual estatua de bronce; de vez en cuando movía los músculos al compás de la compañía de un agradecimiento monetario que representaba el derecho para tomarse una foto con él. Y luego de posar para el recuerdo, regresaba a su estado quieto con la expresión entre taciturna y cómica, que era de las cosas secundarias que llamaban nuestra atención como espectadores. No palabras, no demasiados gestos, incluso no ademanes extremistas, sólo estaba ahí; sobre sus pies y bajo su gorra, haciendo honor en una referencia hacia una profesión quizás ya moribunda y olvidada por los recientes del último par de décadas, mientras que otros, no presumiblemente, habíamos visto alguna vez a este personaje rondando las calles de nuestras provincias en los tiempos de nuestros dientes de leche.
A escasas decenas de metros, porque así es allá -se conjuntan los espectáculos ambulantes y provocan que las masas se formen a sus alrededores-, de igual manera quieta, inmóvil, expresividad seria rayando en el misticismo de una estatua, se encontraba aquel extranjero que luego de escuchar el golpe metálico de las monedas en su recipiente realizaba su acto. Siempre la misma constante, al caer las monedas iniciaba la ejecución del acto, empieza. Y él deslizaba la esfera de cristal sobre sus manos, brazos, pecho y hombros a la vez que se contorsionaba levemente para dar una sensación de vértigo en aquel que se quedara viendo tal esfera traslúcida y su trayecto anatómico. Acto seguido, luego de unos minutos de movimiento, volvía a su posición original, y permanecía así, quieto, concentrado, hasta que alguien más viniera a activar su número artístico.
¿Y qué decir de esos jóvenes? Él, proveniente de Australia, ella, de Escocia; deleitando los oídos de los oyentes -algunos detrás de sus cámaras- con melodías con toque celta a base del tambor y el violín, o bien, como en el acto siguiente, con la flauta que también él ejecutaba. Era casi presenciar un sincretismo cultural entre dos naciones de diferentes continentes: La música europea en medio de un pasillo americano, en donde los transeúntes eran provenientes de igual manera, de varios puntos del mundo; y no por eso dejaban de disfrutar por varios ratos, dejando su paso detenido, las estéticas melodías del andador al compás de la vida callejera que suele regalarnos esta bella ciudad.
Y adelante, metros más, metros menos; el montaje de una obra de teatro por manos de un local, que, sin diálogos, acompañado sólo de melodías que bien recordaban un lento libertango y demás piezas argentinas, de la mano de marionetas peculiares mostrando en la actuación conceptos de lo bueno y lo malo, del bien y del mal, de la tristeza y la felicidad; robaba la atención de los presentes. Variadas edades, variados orígenes, todos ahí, en ese momento, intentando descubrir lo que el pequeño hombre de plástico, inexpresivo en sus facciones pero tan vivo en sus movimientos gracias a su amo, intentaba mostrarnos en su inerme concepción de la brevedad de la vida.
Fue ahí, en donde caminando libremente, me topé con Jetzael. Joven estudiante de cinematografía que había llegado a San Cristóbal debido a unos diplomados y cursos, quien acudió a mí al ver mi cámara para solicitarme ayuda para cargar la batería de la suya (al final se logró, pese a que los modelos de las baterías eran un tanto diferentes; pero nada que una agujeta de zapato no pudiera remediar). En el hotel, cuando fue a verme para la encomienda, me contó que es originario de Colima pero radica en Villahermosa, Tabasco; y que actualmente está en proyectos de cine y filmografía al igual que varios compañeros que le acompañaban en esta aventura por Chiapas. Platicamos de lo que significa todo ello para nosotros, del idealismo de mostrar a través de imágenes fijas o en movimiento la vida que transcurre y vamos conociendo a través de los viajes y de lo que en ellos aprendemos; una charla amena, llena de principios que concluían en una motivación personal para seguir con lo que nos apasiona hacer.
Hay otros personajes, como aquellos que no puedes, o bien saber un poco sobre ellos o fotografiar directamente por algún motivo; como esas amables personas que te topas cuando caminas, cuando compras, cuando cenas, cuando preguntas la hora o cuando solicitas ayuda e información, o incluso cuando te los topas de lejos y ni siquiera se cruzan las miradas. No por eso son menos importantes; al cabo, todos en su individualidad y en conjunto, dan vida, como he mencionado antes, a cualquier lugar en el que te detengas a admirar y contemplar su alma…
Porque al final, ¿Qué sería de un lugar sin sus personajes?...
Con gusto, te comparto la galería:
No hay comentarios.:
Publicar un comentario