31 de Octubre. Oaxaca
se ve diferente, como más amarillo que de costumbre; y es que la costumbre
había venido siendo sólo verle en diciembre. Sí, fue por eso; me cuesta aceptar
que por fin vine a Oaxaca para apreciar la celebración del día de muertos,
después de mucho sin contemplarlo; y ahora me ha recibido así, igualmente
colorido y escandalosamente fiestero a más no poder; pero teñido de un amarillo
cempazúchitl que grita tradición por los pasillos, las casas y las jardineras
de los parques, esas mismas jardineras a las que les conocía el amarillo sólo
en esos botones de la enagua roja nochebuena que visten en las vísperas navidad.
La calaverita era la
imagen del día, de la fiesta y de la tradición; esa representación tan
humorística y seria de la muerte que se nos dejó ya para siempre. Las flores
amarillas y moradas, el aroma del tiempo, se escurrían por los rincones del
mercado 20 de noviembre en puestos a veces apartados de aquellos que se
enfocaban más a los accesorios para la celebración o para la moda de la misma.
Tenían su lugar a parte, sí, en la mayoría de las veces, pero eso no les
quitaba ni un gramo de belleza o un segundo de perfume. Muchos puestos estaban
dedicados a la muerte, a ese evento que cada uno de nosotros llegará a sentir inevitablemente;
y entre calaveras de amaranto, azúcar o madera, se dejaban ver toda clase de
cosas: Disfraces, máscaras, fotos, aretes, pulseras, bolsos, pósters,
marionetas, y una lista irreconciliable de objetos para las ofrendas, los
salones de clases, las fiestas o lo que uno tenga en mente.
Salí rumbo a mi pueblo;
ahora el paisaje difería de la vez pasada que fui; era en esta ocasión más
amarillo, muchísimo más incluso que el verde; grandes áreas adyacentes a la
carretera alzaba flores amarillas por montones como si se tratara de una plaga;
estaba ante la presencia, si mis suposiciones son correctas, del tan valorado cempazúchitl,
o quizá de una variedad de flor de “tucahua” como dijeran en Chazumba. Incluso
llegando casi a Huajuapan, cerca del “cerro del mono” se podían apreciar
paisajes amarillos que adornaban abiertamente el paisaje.
Llegué, las compras
correspondientes para la alza del altar y ofrenda estaban realizadas a la
totalidad; todo había sido ya comprado incluso con algunos días de
anticipación. La puesta de la ofrenda para “Mamá Nicha” —mi bisabuela—, estaba
programada para el siguiente día en la madrugada; y de ahí, en las horas
venideras a la puesta, la colocación gradual de más elementos que se irían
uniendo la momento de estar listos, como las bebidas, el copal, o el tan
anhelado mole de borrego (leíste bien, y
si te ha causado cierto antojo, desea que el día que lo pruebes llegue cuanto
antes) cuyos acompañantes o guarniciones, o incluso algún otro platillo que le gustase al difunto, suele colocarse en canastos de fibra natural tapados cons hermosas y tradicionales mantas que son tejidas a mano con hermosos diseños. Sí, como en cada lugar, Chazumba tiene un estilo propio y
consagrado de celebrar el día de muertos, tan arraigado como el nombre mismo, e
ineludible como el aire para seguir manteniendo vivas las tradiciones.
Tan así es que esa
misma tarde lo pude comprobar, ya que en la Casa de la Cultura de la Villa (en el salón libertad), mejor dicho, del
pueblo (disculpen que le llame así, pero
es que así lo siento tan mío como desde que le he conocido) hubo una
exposición de ofrendas de 6 lugares en total, a saber: Santiago Chazumba,
Zapoquila, Cosoltepec, Acatitlán, San Pedro y San Pablo Tequixtepec y Santo
Domingo Tianguistengo.
Llegué cuando estaban
en pleno proceso de colocación, estudiantes iban y venían procurando alzar el
altar según el lugar de donde venían, porque, sorprendentemente, cada uno de
estos lugares, pese a la cercanía geográfica que tienen, y siendo de la misma
región, mantienen aspectos diferentes unos con otros en medida de detalles;
pero todo siempre apuntando a la misma dirección tradicional que el sincretismo
ha formado desde la época de la conquista. Recalcar cada uno de
los detalles de los altares por su lugar de origen me resultaría imposible, ya
que cada exposición se realizó con un nivel de detalle impresionante que mi
memoria me niega recordar, además de haberse realizado con bastante duración y
participación de los alumnos de los planteles del COBAO.
Pero, les contaré a
manera breve más o menos la esencia que encierra la tradición de estas zonas.
Para empezar, resulta que más allá de lo que se tiene conocido comúnmente, la
celebración inicia días antes de los oficiales; es decir que, según recuerdo, (si peco de inexactitud, suplico me perdonen,
pero es que era demasiada información para un solo cerebro) la alza de
altares inicia cerca del día 28 de octubre y así consecutivamente un día tras
otro hasta el 02 de noviembre, teniendo cada día un contexto especial hacia el
difunto según las circunstancias en que éste pereció; es decir, que un día es
dirigido a aquellos que fallecieron al nacer, otro a quienes perecieron de
forma violenta o en accidentes, luego a los niños (los “Angelitos”), y luego a los adultos, según lo poco que puedo
recordar.
Y, mientras los días
pasan, es posible que el altar se vaya modificando (según el lugar, claro) anexando elementos propios al difunto de
acuerdo al día en que se encuentre. Los niveles de los altares pueden llegar
hasta los siete, incluso hay variantes de significado en donde cada nivel no
precisamente representa el inframundo, la tierra y el cielo, más bien las
etapas de la vida por las cuales la persona pudo pasar: Nacimiento, niñez,
juventud, madurez, adultez, vejez y al final el viaje al más allá. Muchos
elementos comunes en los altares de todo el país se encuentran en estos altares
también, por eso me he tomado el atrevimiento de no mencionarlos porque podrían
ser ya obvios.
Pero, sin duda alguna,
los detalles más llamativos son los propios de estas regiones naturales. En
algunos casos se coloca en el suelo el petate de palma adornado con hojas de
zapote blanco (o si en el lugar no hay
tal árbol, se sustituye por hojas de un zapote equivalente, uno al que le
llaman algo así como “lingo”), la comida típica es el mole de borrego (no de pollo, no de res, atención a este aspecto) y debe ser
servido en trastos de color verde, los panes tradicionales son los “conejos”, las
hojaldras “de azúcar” y “las de ajonjolí”.
La vegetación
participante en los adornos suelen ser “la cucharilla” para armar arcos, el
carrizo para realizar una mesa de colocación, una cactácea llamada “chimalayo”
que es muy perseguida por los pájaros para hacerles agujeros y que al cortarla
transversalmente da forma a una estrella en cuyo centro se coloca una “cera”
que es una veladora que no es de parafina blanca, y cuyo consumo es más veloz y
olor más delicado; los frutos de temporada (como
el tejocote en dulce) son los que más abundan, al igual que las bebidas
artesanales que puedan realizarse en tales lugares (tolonche o pulque) o incluso la miel de campo que quizá hace muchos
años se producía en las colmenas del pueblo, pero que ahora no sé si existan
todavía. Además, se recita una oración especial como ceremonia para anunciar la
venida de los difuntos y augurar prosperidad cuando disfruten de su ofrenda. Lo
curioso, es que todo esto ya descrito vagamente apenas se acerca a la enorme lista
de elementos autóctonos que se pueden encontrar. Créanme, apenas es un pequeño
ejemplo.
Un elemento que, si
bien alguna vez lo escuché, pero que lo hemos ido olvidando poco a poco, es el
zorro. Sí, resulta que, pese a que un altar sea también generoso al incluir a
veces una ofrenda para aquellas almas que no gozan de tener un altar propio,
para que así puedan también aspirar el aroma de frutas, comida y bebidas (y no le vayan a quitar algo de lo que es
para nuestro difunto); también se destina una pequeña ofrenda en cada
altar, dirigido al zorro, este personaje mítico que acompaña al difunto en el
sendero de camino hacia el más allá, y del que nos favorece su guía y cuidado porque
es esencial para que las almas de los muertos puedan hallar su caminos sin
problemas y no se pierdan o desvíen mientras bajan por su ofrendas o mientras
regresan al más allá; entonces, para mitigar el cansancio de ese ser que cuida
a las almas en esos recorridos, se le dedica un tributo especial como respeto y
agradecimiento por cuidar de los nuestros.