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jueves, marzo 13, 2014

:: El sabino del manantial de Atzumba ::



Miércoles, 25 de diciembre, 2014. El día hacía buena ocasión para aprovechar a salir un rato; con un ligero desayuno tardío y con un viento agradable, ese mediodía de navidad la carretera nos guiñaba el ojo para transitarla más allá de lo que la vista podía alcanzar hacia el Este. Entonces salimos, en pequeña caravana compuesta por una motocicleta y un auto, rumbo a las tierras poblanas donde se encuentra San Pedro Atzumba y también hacia más allá, por Atecoxco. Son caminos conocidos ya con anterioridad, pero que no por eso se les subestima, no señor, comprobemos que pese a ser los mismos caminos y mismos lugares, pueden ofrecernos cosas diferentes en cada ocasión.






Llegamos a San Pedro Atzumba para admirar su grandeza silenciosa desde el atrio de la iglesia, mantuvimos presencia por no más de una hora cuando retomamos camino en carretera; apenas avanzadas un par de curvas desde la salida del pueblo nos detuvimos en un establecimiento de mantenimiento automotriz a recargar el tanque de gasolina; y mientras esperábamos a que la maniobra se llevara a cabo, bajamos a caminar por un camino próximo de terracería que nos conducía tal como nos habían mencionado los señores del negocio, hacia ese lugar al que conocen localmente como “El manantial”. Según entiendo, se le nombra así a una parte específica del cerro del que brota el agua que alimenta al río de esta zona, y que goza de unas vistas panorámicas increíbles; aunque también entiendo que se le llama de la misma forma a esta parte del pueblo. Para llegar hasta el principal punto de interés, que es el nacimiento acuífero, se invierten varios minutos de caminata, por lo que sólo paseamos un poco en las cercanías del camino en lo que la gasolina era cargada.






De repente, rompimos el rumbo y doblamos a la izquierda, allá en donde una pequeña zona de enormes follajes robó nuestra atención; se trata ni más ni menos que de un conjunto arbóreo que no llega ni a la decena de grandes ejemplares de sabinos, pero que no por ser un área pequeña debe suponerse como ajena de encerrar un encanto de esos que simplemente no se pueden dejar pasar.






Es un secreto a voces, escondido y muy arraigado, tan normal y apegado a la comunidad que hasta cae en lo común y cotidiano para ellos, pero que a nosotros nos dejó boquiabiertos. Para empezar, son pocos árboles y muy grades, longevos, con más de (creo yo, dadas sus proporciones) uno, dos o tres siglos edad (sí, que no son unos criaturitas) que hacen recordar en la primera visita a aquellos inmensos ahuehuetes de Santa María del Tule (quizá porque parecen ser de la misma especie o por la tan familiar textura que los envuelve); y por menores que parezcan ante sus homólogos Oaxaqueños, éstos, los Poblanos, siguen siendo también enormes; tan enormes que estando cerca de ellos se debe alzar la vista para contemplarlos en su totalidad.







Me di cuenta que, una vez agudizada la vista, se comprueba que aquel ubicado en medio de los demás árboles tiene ciertas características que lo hacen destacar sobremanera; para empezar, a primera vista el suelo se había desprendido ya de sus faldas dejando las raíces expuestas pero firmes, y haciendo volar la imaginación al verlas desde diversos ángulos: Parecían sujetarse a la tierra como decenas de manos con dedos violentos pero al mismo tiempo parecían ejercer fuerza para rasgarla en un intento fallido de liberación. Y en sus formas abstractas, decenas de animales y seres amorfos luchaban entre sí por alcanzar la mayor cantidad de viento posible.







Su altura es mayor que la de los demás sabinos, y las formas de sus ramas son mucho más irregulares también, inclusive hasta en las puntas, donde se puede oler un aroma muy similar al pino, aunque mucho más suave. La imaginación jugaba con formas de cabezas de venado, serpientes, peces, hombres atrapados y rostros gritando. Al rodearlo se daba uno cuenta que había mucho más; por ejemplo, esa cueva bastante amplia debajo del mismo árbol y cuyas paredes eran los mismos pies del árbol convertidos en raíces entrelazadas que han soportado a lo largo de los años el peso del sabino, guardando adentro varias estructuras: Desde las propias de una raíz, tanto lisas como rugosas, hasta aquellas raras y opacas “estalactitas” formadas por el arduo trabajo de las termitas que han visto alimento y alojo ahí por quién sabe cuántos años.






¿Cómo se formó esto? ¿Qué sucedió para que las raíces y la tierra se separaran y se formara este soporte de múltiples pies y esta particular cueva? ¿Y no solo eso, si no la entrada con forma de campana a un costado del árbol? ¿Cuánto tiempo le llevo a la naturaleza formar este fuerte? ¿Por qué no se ha caído el árbol? ¿Tan fuerte han sido las raíces? Todas estas y más preguntas sin aparente respuesta inmediata vienen a tu retórica, más cuando observas que hay otro árbol cerca de éste, casi igual de enorme, pero tirado y aún vivo, formando una especie de puente sobre el riachuelo; y comparas a los dos intentando encontrar las circunstancias que los expliquen, pero te frustras con no conseguir respuestas.






Bajas para apreciar mejor el puente natural y también para ver desde otro ángulo al anterior árbol y te topas con mucho más raíces que las que ya has visto, y este conjunto está al descubierto como una enorme fogata con formas de zorros, felinos y dragones que se ha convertido en la piedra angular del sabino. Y de nuevo las formas grotescas te atacan la vista, y te intimidan el aliento, y nuevamente no dejas de ver todo eso. Es imposible calcular la cantidad de hilos que forman este sistema natural de agarre, de protección. Es como si la parte inferior del árbol hubiera surgido del caos de la cabellera pétrea de la mitológica Medusa.







Pese a su estado estacionario, el árbol expresa movimiento, delata la intención eterna de correr o de volar, y se acentúa con el paso intenso del viento a través de sus ramas y sus hojas, moviéndolas con demencia y levantando polvo a los pies del árbol y provocando un sonido tétrico en el interior de la cueva que el árbol se ha formado a lo largo de su vida. 







Es enigmático, esotérico y grotescamente imponente; pero no por eso deja de ser bello y sutil; al final de cuentas, es una obra de la naturaleza que ha perdurado por varias de nuestras generaciones para demostrar que al final ha superado incontables calamidades, y que aún le queda mucho tiempo más para estar presente, o al menos eso espero.







Cuando ya era momento, seguimos en la marcha, despedimos a los sabinos y nos sumergimos en los paisajes carreteros  que nos regalaba la tarde; y al llegar a Atecoxco habíamos trazado ya la línea del viaje; estuvimos poco tiempo, el suficiente para descansar un rato y sentir el frío de la altura de este poblado. Un goteo en el auto y la picardía traviesa de una pequeña manguera hizo que el regreso fuera algo lento y pausado, pero afortunadamente pudimos regresar a casa sin mayores contratiempos. 







Las nubes viajantes a varios kilómetros por hora nos indicaban que el ocaso ya estaba próximo, por lo que cuando llegamos, aún tuvimos la oportunidad de gozar los últimos momentos de luz del día... Y así, sellar este pequeño viaje en las páginas de la memoria...



Con gusto, te comparto la galería:

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