Domingo, 09 de Abril de 2017. Aguardaba
afuera de la iglesia, escuchando la ceremonia que se llevaba a cabo con motivo
del Domingo de ramos. No entré quizá debido a mi atuendo bastante relajado, por
lo que me limité a esperar a que llegara Irubí con la respuesta a una solicitud
de autorización para poder subir al campanario. Resulta que no lo había hecho
antes, y no imagino por qué nunca tuve la suficiente decisión para intentar
hacerlo; será quizá que pensé que estaba definitivamente prohibido.
Y no es que sea de libre y total acceso
tampoco, simplemente que debe hacerse de manera responsable, con autorización,
como sucederá quizá con la mayoría de campanarios. Así que con el debido permiso
y cuidado de nuestra parte, pudimos tranquilamente subir y conocer. Estar
encima de la iglesia es un poco raro, uno no puede medir el hecho de que el
techo que se está pisando pertenece a una construcción que data de aquellos
maravillosos años de 1700; y que le separa del interior de un templo en el cual
se lleva a cabo una ceremonia.
Hay varias vistas que le hacen a uno
pensar; por un lado la libre panorámica circular que se dispone hacia el
pueblo, respirando todos los horizontes e identificando las zonas alrededor.
También está la vista cercana, limitada por nuestra visión periférica, que nos
ofrece puntos cardinales definidos y conocidos como la casa de la cultura, el
cerrito colorado, el jagüey, la unidad deportiva, el Yucuzaá...
Y bajando un poco el rostro por este
Sol quemante y directo, tenemos los detalles vistos por primera vez. En
general, ladrillos, miles y miles colocados por personas de hace tres siglos; y
que dan forma a los diversos motivos de esta construcción. Ladrillos que muestran
rupturas, imperfecciones, humedad, musgo seco, pero que hablan de una vida
sedentaria siendo testigos de la historia del pueblo. Caminar encima de ellos
en esas curvaturas dentro de esos límites produce un poco de vértigo, pero talvez no por estar a esa altura caminando y temer caer, si no por el deseo de no
estar profanando un ícono arquitectónico de esta villa.
No sucede tan intenso en el
campanario, donde quizá pareciera que las campanas pueden ser un poco más
accesibles para contemplar, puede ser que sean más relajadas en este tipo de
encuentros debido a que son la voz de la iglesia, junto a aquella matraca que
muy pocas veces se deja escuchar durante el año. A diferencia de la interna escalera
en espiral, que aún siendo muy estrecha brinda una gran frescura pero silente; las
campanas conversan un poco más, en total son cinco: Una al centro y cuatro
dispuestas en puntos equidistantes imitando a una rosa de los vientos (vaya,
que es el diseño clásico pienso yo, sin tanto alboroto) y conversando entre sí
a diario.
Cada una ve hacia una parte de la
villa, y le susurra a la de en medio lo que sucede, y ésta a las tres
restantes; y así todas están enteradas y son cómplices de los acontecimientos
que dan vida a este lugar. Pero a veces hay que contarlo y hacer partícipe a la
gente, entonces sube la encargada (quien otorgó el permiso del cual les hablé)
y toca las campanas en un diseño rítmico propio según lo que desea decirse, y
así es como hace hablar a las campanas... Y ellas con su portentosa voz lo
hablan, y tal es su fuerza que quien les hace hablar lo hace cuidando sus oídos
porque el sonido es intenso.
Pero no solo así hablan las campanas,
también oran mostrando las cicatrices que les deja el hablar con la gente; esos
golpes internos y ese desgaste en el badajo que suele notarse por las
laminillas que se ganan al hundirse poco a poco con cada impacto al interior de
la campana; esas laminillas que aún unidas se desprenden con la mano y se
observan de cerca brillantes y pulidas,
delgadas, resistiendo cada día durante estos últimos trescientos años;
procurando aferrarse aún a la estructura de la campana, a diferencia de las miles
de laminillas que ya han caído y yacen en el suelo o en los escalones de la
escalera de espiral.
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