Domingo, 04 de febrero del año 2018.
Con apenas conocimiento del lugar al que íbamos, nos aventuramos desde muy temprano desde Tapachula con rumbo a Acapetahua para ver cara a cara a nuestro destino
turístico. Sabía que íbamos rumbo a “Las Garzas” pero no tenía con exactitud
una idea clara sobre qué o cómo era. En principio, al oír “Las Garzas” me
imaginé un cuerpo de agua del cual se destacaría algún muelle o playa en el que
alguna basta población de aves (garzas, preferentemente) llegara a descansar,
alimentarse, o simplemente a convivir; y que representase el punto de reunión
por excelencia para esta especie, conglomerando a la mayoría local. Pero aún
faltaba un poco de contexto para atinar de qué se trataba en realidad.
Luego de unas horas de camino viniendo
desde Tapachula, por fin nos desviamos hacia la izquierda al llegar a la altura
de Acapetahua buscando la “Barra Zacapulco”. Por dicha ruta, al final del
camino te topas con “Las Garzas”, que es el nombre del embarcadero; el lugar en
donde las lanchas esperan por personas que las aborden para llevarlas a los
diversos destinos que ahí logran escucharse mencionar.
Este embarcadero, ubicado en los límites de la superficie terrestre del municipio de Acapetahua logra encontrarse
con manglares que conforman la Reserva de la Biosfera “La Encrucijada”. Es
decir, que sin saberlo estábamos ya dentro de la reserva, curiosos por conocer
en breve parte del lugar. Por supuesto, el lugar con mayor interés al principio
fue el mismo embarcadero, nombrado así quizás por las garzas que llegan a lo largo de la mañana con el afán de postrarse sobre las lanchas,
mientras éstas últimas aguardan por ser abordadas por completo para emprender
la salida hacia los diversos puntos a los cuales pueden llegar…
Hay varias barras como destinos de
llegada, entre los nombres que nos comentó el señor de la lancha están: Barra
Zacapulco, que es la más famosa y tiene más ambiente turístico; con
establecimientos para comer, beber y convivir; donde la música y el bullicio de
la diversión puede tardar hasta la noche. En segundo lugar, nos comentó sobre la
“Isla de la Lupe” que al parecer es a donde más acude la gente cuando se trata
de ir a pescar, ya que es famoso por ese motivo; según nos explicaron, esa
barra es por excelencia zona de pesca más que de turismo; el lugar ideal cuando se
quiere ir a pescar sin el bullicio de los negocios y establecimientos. Por
último, pese a que había más barras aún, solo nos comentaron las tres más
cercanas, de las cuales la última nos pareció la mejor opción: “La Palma – El
ballenato”.
Esta barra, cuyo nombre quizá
solamente sea “La Palma”, es reconocida también por el nombre de “Ballenato” o
la mezcla de ambos nombres; fue la que nos pareció ideal por lo siguiente: no es
una zona precisamente popular para pescar o inclusive para convivir o andar de
fiesta. Es un lugar pequeño dentro de la barra, que consta de un restaurante
con habitaciones en renta, así como palapas con hamacas o bien, sombrillas de
palma con sus respectivas sillas para disfrutar de la estancia frente al océano pacífico
mientras se goza de una tranquilidad silente y de una playa prácticamente sin la
presencia de más visitantes. La descripción que oímos nos atrajo, por lo que decidimos elegir “Ballenato” como nuestro destino. Una vez abordada la lancha comunitaria (ya que así sale más barato que pagar una por concepto de viaje especial para turistas) salimos hacia el estero, la zona abierta del manglar; desde donde se divisan aquellos poblados construidos sobre las barras. El paseo antes de llegar a nuestro destino contempló detenerse en algunos puntos de las comunidades, en los cuales había ascenso y descenso de pasajeros; unas cuatro paradas después, y estábamos cerca de ballenato.
De entrada se caracterizó por tener un muelle; cosa que los anteriores sitios no tenían. Dicho muelle se adentraba algunas decenas de metros en el agua, y a partir de la mitad hacia el tramo final presentaba desperfectos como la falta de varias piezas de madera que sirven de suelo, la continuidad irregular que esos vacíos provocan, el desgaste de las piezas de madera aún restantes y algunos trozos aún clavados que sirven como referencia de que antes hubo por dónde caminar.
Afortunadamente un tramo bastante
largo de muelle que ha sido reconstruido con cemento nos permitió subirnos
desde la lancha y dirigirnos hacia el Centro Turístico “El ballenato”. No tardamos caminando mucho por el sendero que conduce al
restaurante y las palapas, a lo mucho unos 5 minutos antes de llegar por fin al
lugar esperado. Tal como nos habían dicho es el lugar ideal para tener
contacto con el mar, la playa, la naturaleza; más allá de los otros dos lugares. Aquí no es un establecimiento grande, apenas lo
suficiente como para suponer que se trata de un lugar privado, quizá poco
visitado. Pero eso era justo lo que buscábamos, un lugar apartado, sin ruido o
mucha presencia humana.
Bajo la gran palapa elegimos la mesa
más cercana al restaurante, nos sentamos alrededor de manera dispersa colocando
las cosas a un lado de cada uno de nosotros. Abordamos temas triviales, comunes
y chuscos; mientras el viento soplaba moviendo las servilletas en la mesa, las
cervezas refrescaban la garganta y abrían el apetito durante esa tarde de playa,
esa tarde que poco a poco esperaba a la puesta del Sol. En un instante en medio
de esa espera, cerca de nosotros pasó el encargado del restaurante con dos
robalos. Luego de un ir y venir de frases de regateo y un volado que terminó
con la suerte a nuestro favor, ambos robalos serían cocinados para nosotros. En lo que llegaban cocinados a la mesa, corrí por los últimos momentos
de luz de ese día. El brillo de esa luz dorada filtrándose por los
rincones en los escenarios le permitió un protagonismo salvaje, muy natural; las siluetas temblorosas de los cocoteros cuyas
palmas estaban caídas hacia y muy cerca del suelo daban apenas la impresión de
dibujar enormes abanicos en movimiento, alas húmedas danzantes, o colas arrastradas
en la arena por presumidos pavorreales.
No pasó mucho tiempo antes que la cena
estuviera servida; para cuando escuché mi nombre y corrí hacia la palapa la
comida ya estaba sobre la mesa: robalos fritos. Comimos delicioso, todo
elemento de la experiencia estaba en su punto: la comida, la bebida, el lugar,
el clima, la vista, la tranquilidad. Inclusive cuando me vi interrumpido al
comer, fue por algo que estaba esperando, sí, la puesta del Sol. El mar ofrece
ocasos muy bellos, te da la ventaja de ver cada movimiento del astro por encima
del horizonte, hasta que se va; y pese a que llega el momento de no poder verlo
más, sabes que aún se admira la firma de su paso: ese color naranja que, con
apenas pizcas de dorado, evoca pensamientos profundos que terminan por
desvanecerse en ese emergente brochazo de rojo fundido, allá, sobre la delgada línea difusa que no permite ver ya al Sol.
La noche cayó, pero no calló. Los
murmullos de las olas nos acompañaron mientras ya de noche, intentábamos
pescar. De entrada, sabíamos que no estábamos en el mejor lugar para hacerlo,
ya se nos había dicho en la mañana cuando nos describieron las actividades que
se pueden hacer en cada uno de estos lugares turísticos. Pero había que
intentarlo, por la anécdota; hasta que después de muchos intentos fallidos, de
algunos hilos enredados, de anzuelos usados para cortar dichos nudos, y de poca
cooperación por parte de las olas y el viento, decidimos abortar la misión de pesca.
La noche no estaba quizá para pescar,
pero lo estaba para ver el cielo; la ausencia de la Luna ayudó a que al final
la cámara pudiera captar mejor esos puntos de luz en medio de la oscuridad
(para lo que puede ofrecer la cámara, obvio) y eso significó que, si bien no
regresé con pescados, por lo menos sí con algunas fotos nocturnas que permiten
tener una idea de cómo lucían esa noche el mar y el cielo. Invertí varios
disparos, hasta que el viento mismo (que se intensificaba al pasar cada ciertos minutos) no dejaba mantener la cámara inmóvil por mucho tiempo; en ese momento opté por dormir, y
esperar el surgimiento de los primeros destellos de luz del día siguiente.
En esos momentos de claridad fue que dejé de lado la cámara, la luz ya no era la misma y ya era hora del café; por lo que me limité (bebiendo café, claro) a contemplar el desarrollo natural de la mañana mientras podía admirar los detalles del muelle, la cabaña rústica donde bebí café; o de los peces, hojas y ramas dentro del agua conviviendo de manera natural y salvaje, mucho mejor que ver un acuario enorme desde arriba.
Para el medio día, ya teníamos las cosas nuevamente empacadas, era el turno de regresar al embarcadero. Abordamos la lancha y ésta nos dio un paseo adicional por algunas de las playas cercanas, playas en donde se iba a levantar o a dejar pasajeros antes de dirigirnos de lleno hacia nuestro origen del día anterior. El mismo manglar que dejamos atrás cerca de veinticuatro horas antes nos recibía ahora mostrando otras caras, es decir; dejándonos ver cómo es llegar hacia él, y no partir desde él.
Debo decir que llegar por agua más emocionante que partir, pues me permitió ver escenas “ocultas” de ese mismo lugar que no había notado el día anterior. Y me adentré en las texturas vistas y en los brazos infinitos de esta vegetación, que es como una interminable tubería flexible que se bifurca cada vez más y no deja interpretar ni inicio ni fin en su estructura; más bien, apenas permite intentar no perderse en su extensa geometría fractal y su caótico y hermoso orden.
Con gusto, te comparto el álbum
Cuando llegué a la palapa para
descansar, ignoro a qué hora era, pero luego de abrir los ojos después de un
pestañazo ya era de madrugada; había invertido más de lo que supuse intentando
sacar una foto decente del mar y la noche, que el tiempo había pasado más
rápido de lo pensado. La tranquilidad de la madrugada se diferenciaba a la de
la noche; era raro, apenas supe que era de madrugada vi con otros ojos el
escenario, quizá un poco menos “peligroso” al pensar que al ser de madrugada estábamos
cerca del amanecer y de poder ver definidamente poco a poco los elementos de la
naturaleza, lo que se traduciría en grandiosos motivos. Así que ya no dormí más;
quise aprovechar los últimos minutos de esa oscuridad y el emocionante advenimiento
de la luz, paso a paso, desde el Este.
Segundo a segundo esa efervescencia de
luz aparecía por todos lados, muy sutilmente, sin siquiera notar la diferencia
entre un instante y el anterior. Poco a poco la luz iba ganando, y la oscuridad
desvaneciéndose; habían zonas con matices claroscuros pero temporales, otras
más con matices entre colores fríos y cálidos: todo apuntaba a que el nuevo día
ya estaba por empezar. La horizontal franja naranja creciente
detrás de los volcanes lejanos anunciaba la llegada de la claridad, del
amanecer, del nuevo día. Corrí hacia el muelle a esperar que la penumbra
desapareciera poco a poco mientras la mañana se teñía de una gama de tonos naranjas con un envolvente negro azul frío y oscuro. Llegué aún con tiempo para
apreciar desde la oscuridad el acercamiento de la luz matutina que se
expandía muy lentamente pero con una forma similar al destello de una explosión, brindando claridad
poco a poco y permitiendo definir mejor los alrededores distantes del muelle.
Las aves se acercaban provenientes de
aquel destello luminoso, ubicado por donde se vería salir el Sol más tarde con
cierta timidez inicial. Apenas dos o tres pelícanos se dejaron ver en los primeros
instantes de la mañana (cuando el muelle apenas recibía luz por parte del
horizonte) pero conforme avanzaron los momentos ese tono naranja fue siendo cada vez más claro y adquiriendo una iluminación más notoria. Pelícanos,
gaviotas y garzas se agrupaban en el cielo y volaban por encima del muelle como
reconociendo el lugar para descansar o comer. Los primeros pescadores, como en
complicidad con las aves, se habían incorporado ya para iniciar las labores del
día: una lancha solitaria apareció desde la luz del horizonte, dirigiéndose con
rumbo hacia el mar para la primera pesca del día quizás.
Llegó el momento en que la luz dejó
ver todo, ya se distinguían las lejanas islas, los árboles cercanos, y las aves
que se mantenían a distancia media sobre el muelle. Una vez aclarada la mañana,
todo empezó a ser más bullicioso: se oían más y más las aves que se acercaban y
las que ya estaban ahí tomando el Sol. Los motores se escuchaban muy lejos al
principio, y poco a poco se dejaban oír más cerca, hasta que por fin aparecían
las lanchas surcando frente a nosotros y pasando de largo.
Obvio, los pescadores están habituados a ver todas estas aves reunidas, por lo que seguramente las notaron en el muelle (a mí no creo, que estaba todavía en el muelle y mucho más lejos que las aves de ellos) e hicieron caso omiso. Cuando por fin ya era de mañana completamente, ya no
había oscuridad, no había tonos naranjas, ya no había ese viento fresco e
intenso. Se seguía viendo llegar esas aves al muelle, reposar en él, volar
sobre él y alborotar a la comunidad en general. Así transcurrió la mañana en el
muelle, hasta que el Sol alcanzó una buena altura para convertir esa fresca
madrugada en una calurosa mañana costera de domingo, domingo de regreso a casa.
En esos momentos de claridad fue que dejé de lado la cámara, la luz ya no era la misma y ya era hora del café; por lo que me limité (bebiendo café, claro) a contemplar el desarrollo natural de la mañana mientras podía admirar los detalles del muelle, la cabaña rústica donde bebí café; o de los peces, hojas y ramas dentro del agua conviviendo de manera natural y salvaje, mucho mejor que ver un acuario enorme desde arriba.
Para el medio día, ya teníamos las cosas nuevamente empacadas, era el turno de regresar al embarcadero. Abordamos la lancha y ésta nos dio un paseo adicional por algunas de las playas cercanas, playas en donde se iba a levantar o a dejar pasajeros antes de dirigirnos de lleno hacia nuestro origen del día anterior. El mismo manglar que dejamos atrás cerca de veinticuatro horas antes nos recibía ahora mostrando otras caras, es decir; dejándonos ver cómo es llegar hacia él, y no partir desde él.
Debo decir que llegar por agua más emocionante que partir, pues me permitió ver escenas “ocultas” de ese mismo lugar que no había notado el día anterior. Y me adentré en las texturas vistas y en los brazos infinitos de esta vegetación, que es como una interminable tubería flexible que se bifurca cada vez más y no deja interpretar ni inicio ni fin en su estructura; más bien, apenas permite intentar no perderse en su extensa geometría fractal y su caótico y hermoso orden.
Con gusto, te comparto el álbum
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