15 de mayo. Cuando, una vez de pie y sin más camino hacia el frente, divisas a lo lejos el volcán, es probable que te venga a la mente el realizar la hazaña de subirlo y llegar a la cima, de escalarlo, de enfrentar sus pendientes y su gradual disminución de temperatura que puede afectar directamente tu respiración, tu ritmo cardiaco y la presión sobre tu cabeza. Subirlo sería fantástico: Hacerle frente al frío, llegar a la cumbre y toparte en medio de las nubes con que no hay nada más hacia arriba más que el mismo cielo, y que literalmente has llegado a lo más alto de la geografía local y lo único que podrías hacer para no tocar la superficie del planeta es treparte a la estructura metálica que se alza en medio de la punta del Tacaná. ¡Menuda hazaña! Eso piensas quizás, y un segundo no estás aquí.
Pero
bajas poco a poco la vista y comprendes que no sólo ver hacia arriba tiene su sortilegio,
que no sólo aspirar a subir puede darte satisfacción y sensación de triunfo;
aprendes a que inclusive ir hacia abajo podría ser interesante, que podría
tener encanto y también ¿Por qué no? Brindarte buenos momentos de aventura; eso
es lo que golpea en medio de tus ideas cuando puedes ver a lo lejos la
insinuación rocosa del Cañón del Suchiate que se destaca sobre las capas matutinas
de niebla. No es que sea el némesis del Tacaná, más bien sería como su hermano
de carácter opuesto, el que en una manera muy contraria al volcán, pero de
igual intención, hace que te esfuerces sobremanera al querer recorrerlo.
Conquistarlo
puede ser muchas cosas, pero fácil no; no cuando estás consciente que no se
trata de un punto en específico nada más, si no de toda una grieta geológica con
áreas irregulares con paredes de magnitudes mastodónticas que bien seguramente no
son las más grandes del mundo, pero tampoco son un cúmulo de piedras en medio
del bosque al que puedes rodear si quisieras. Apenas iniciando el recorrido por
cualquiera de los caminos conocidos (o
desconocidos, como este caso en particular) te das cuenta que puedes
introducirte a la grieta fronteriza por Unión Juárez, por Santo Domingo, por
Córdova Matasanos, o por cualquier lugar entre esta zona (e imagino que por más lugares, ya que se entiende que por esta grieta viaja
el río Suchiate, que nace en las faldas del Tacaná y desemboca en el Océano Pacífico);
y cada camino te brinda paisajes y vistas diferentes. Es en ese aspecto en el
que te das cuenta que no importa tanto si subes o bajas, porque habrá momentos
en que no lo sabrás, debido a que el paisaje te absorberá tanto que perderás la
noción del tiempo y del lugar, tan sólo por poder apreciar esta maravilla natural.
A
medida que bajábamos íbamos pasando de una zona cubierta de sombra y llena de
árboles, a caminos más iluminados y más estrechos, con un toque de barranco a nuestros
pies pero imperceptibles a la vista debido a la exuberante vegetación que abunda
por doquier; sólo llegados a un punto en el que prácticamente ya no había
camino hacia adelante, y en el que cambiamos al modo de descenso vertical (por unos escalones de tierra o de piedra, y
apoyados con alambres laterales como único sistema de seguridad), pudimos ver
los desfiladeros que se mantenían ocultos por la vegetación pero que han estado
bien presentes desde hace montones de años. Y hasta abajo, el río Suchiate; ese
hilo de agua cuyo sonido era apenas perceptible a esa altura y al que queríamos
llegar para poder ver todo el escenario desde abajo; ese río que era nuestro
punto de referencia para poder abrirnos camino entre la vegetación esquivando ramas,
luchando contra raíces y domando suelos fangosos mientras hermosas flores de
aspectos poco vistos nos veían pasar en medio de la nada.
Después
de invertir mucho tiempo entre la serpenteante vereda que nos marcaba apenas el
camino, llegamos al río. Nada como intentar ver la parte por donde bajamos y no
encontrarla, para toparnos con las paredes del Cañón a cualquier parte a la que
volteáramos. Y estando en medio de esas barreras, atrapados, el único camino regular
que teníamos para andar era el mismo río. Intercalando mientras avanzábamos
hacia el norte entre ambos lados del Suchiate, jugábamos a estar en un país y
en otro, y a veces en ninguno cuando la única forma de seguir era río adentro
en medio de la corriente.
Topamos
con enormes piedras, los huevos de montaña; y las paredes altas, cercanas y
lejanas, seguían observándonos desde
arriba, siempre desde arriba. En medio de todo, una cascada permitía armonizar
con su caída refrescante el sonido de la nada, y a veces el silencio venía nuevamente luego de que nuestros
silbidos y gritos de aventura chocaran con las cicatrices de las paredes de la madre Tierra, rebotando hacia ninguna parte.
Avanzamos cada vez más, y gradualmente el ritmo bajaba, cada escena era más difícil que la pasada; las piedras enormes seguían tapándonos el paso, protegiendo las entrañas del cañón y celosamente resguardando los rincones de esta maravilla de lugar, de esta “falla” como algunos vendrían a decir, pero que seguramente cambiarían de opinión una vez estando aquí. Y llegó el punto en que no podíamos avanzar más, porque una ruptura gigante en forma de zigzag era mucho más estrecha que todo lo demás, y si eso no fuera suficiente, a medida que el Cañón se cerraba tenía a sus pies todo un sistema de pozas hondas con las ya predecibles y enormes piedras sirviendo como islas y como fuertes de guerra, defendiendo lo que de por sí ya era impenetrable (más aún sin los accesorios de apoyo adecuados).
Avanzamos cada vez más, y gradualmente el ritmo bajaba, cada escena era más difícil que la pasada; las piedras enormes seguían tapándonos el paso, protegiendo las entrañas del cañón y celosamente resguardando los rincones de esta maravilla de lugar, de esta “falla” como algunos vendrían a decir, pero que seguramente cambiarían de opinión una vez estando aquí. Y llegó el punto en que no podíamos avanzar más, porque una ruptura gigante en forma de zigzag era mucho más estrecha que todo lo demás, y si eso no fuera suficiente, a medida que el Cañón se cerraba tenía a sus pies todo un sistema de pozas hondas con las ya predecibles y enormes piedras sirviendo como islas y como fuertes de guerra, defendiendo lo que de por sí ya era impenetrable (más aún sin los accesorios de apoyo adecuados).
Así
que tuvimos que idear la manera de subir nuevamente, y decidir la mejor
estrategia para regresar y llegar al punto en que todo esto inició, en donde
esta aventura se empezaba a escribir con letras de agua fría sobre piedras
pulidas y una mezcla de tierra y arena fangosa para concluir lo que al
principio ya se había pensado: Que el Cañón es extenso, que es en muchos aspectos
impenetrable; que en su interior se da uno cuenta de la pequeñez e insignificancia del ser humano
y la grandeza de la naturaleza; que tomaría mucho tiempo conocerlo mediante una
travesía por toda su extensión, y que pese a todo lo anterior sabido, las ganas
de explorarlo jamás disminuyen…
Jamás.
Con gusto, te comparto la galería:
Jamás.
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Para Nahiely, la chica con súper poderes...